domingo, 30 de septiembre de 2007

ISABELLA

Había levantarse temprano, eso no era un problema. No podía entender a las personas que se quedaban eternamente pegadas a las sábanas, menos aún si no había una mujer a la cual abrazar.

Cuando Isabella se encontraba a su lado salir de la cama era un suplicio, cómo dejar de acariciar su suave piel, cómo no extasiarse con el olor a almizcle, canela y pimienta que salía de sus poros, luego de hacer el amor. Cómo no quedarse enredado entre sus piernas. Pero, Isabella se marchó una fría tarde de invierno. Un invierno que no se fue más. Lo único que jamás lo abandonó.

Era principios de septiembre, el tiempo allá afuera comenzaba a mejorar, los días eran más calidos, pero él no dejaba de necesitar las dos camisetas de algodón, los calzoncillos largos, los calcetines de lana y el chaleco de cachemira. Olfateó las camisetas y decidió que era día de lavado, tomó las prendas esparcidas por la habitación, y las puso a remojar en un tacho de plástico, que en algún tiempo había sido azul, pero al cual el exceso de sarro y tiempo le habían pasado la cuenta. Sí era día de lavado, buen momento para bañarse.

Cuando Isabella se marchó, él continuaba la rutina tal como cuando ella estaba. No la lloró, púes tenía la absoluta certeza de que regresaría. Durante un tiempo continúo su vida, luego comenzó a ducharse día por medio y a cambiarse ropa con la misma frecuencia. ¿Para qué bañarse sino había una mujer a la cual estrechar en los brazos? Al tiempo, decidió que para ahorrar era mejor realizar estas actividades con más distancia, así había llegado a la sana reflexión que mientras no hubiera olor, no había necesidad de estas acciones.

Luego de bañarse prolijamente, cortó las uñas de los pies y las manos, se afeitó con cuidado, eliminó los rebeldes pelillos que se asomaban por la nariz, despuntó la chasquilla y la parte posterior del pelo. Puso desodorante en sus axilas y se cubrió con la bata de casa. Al terminar con su liturgia de cuidado personal, prosiguió con el lavado de ropa. Una de las camisetas se le rasgó bajo los dedos, mientras la restregaba. Mal humorado, se detuvo a pensar si había hilo blanco en casa. El cuello de la camisa presentaba las marcas del tiempo, pero aún podría durar una temporada más. Al terminar de enjuagar, puso la ropa en la ventana para que los rayos de sol del exterior, ayudaran a secarla.

A la hora de almuerzo se preparó una sopa de fideos y, al querer ponerla en un plato se percató de que ya no había loza limpia, debía lavar la vajilla para poder tomar la sopa. Al terminar de almorzar, revisó si la ropa se había secado y al comprobar que aún estaba húmeda se sentó a leer una novela de Dumas. Cerca de las cinco tomó un té y recogió la ropa de la ventana. Cosió la camiseta, ocupando buena parte de lo que quedaba de luz en realizar esta labor.

Al oscurecer, estiró la ropa de la cama, “habrá que lavar las sábanas”, pensó y se acostó. Al otro día debía levantarse temprano.

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