domingo, 30 de septiembre de 2007

SIEMPRE Y NUNCA.

Siempre y nunca eran palabras que se le asomaban por los intersticios acuosos del dolor mañanero. Ese dolor agarrotado, que se asemejaba a un dolor muscular o a un herpes situado en la parte subterránea de la conciencia, carcomiendo el alma adormecida. Porque así se encontraba herpienta de un amor inmaduro y reverdoso, que se le había posado en la arteria superior y no se había marchado más, dejándola agangrenada de hieles purulentas y sabor a damascos refritos en miel, desde un lejano tiempo, que olía a eternidades relampagueantes, en los cuales había habitado como un presente insidioso y malvado.

Siempre, desde la primera vez que vio sus ojos negros de noche huera, en aquella primavera rojiza, que despertaba de un frío e hidrófilo invierno veneciano, mientras sus pezones de niña brotaban como los manzanos y unas cosquillas extrañas le sacudían en aquellas partes pudientes que mamaita Leonor le lavaba con prolijo cuidado, mientras le insistía en la necesidad de que ni un hombre se asomara por esas privacidades. Sin embargo, más por instinto que por razón, ella sabía que a él lo hubiera dejado asomarse y lamerlas de la misma forma prolija con que mamaita se las lavaba.

Nunca, como una sentencia de condenada a muerte, que mira el patíbulo desde una ventana lejana, sabiendo que esa guillotina le pertenece más que su propia cabeza, pero a la cual no puede acceder porque los barrotes le impiden correr al encuentro con la amada, que acabará con el sufrimiento del hasta cuando o de la calentura que sube por entre las piernas y no se sacia con nada ni nadie, porque él no ha relamido el sabor a frutas tostadas que se cuela en las noches de plenilunio. Recuerda sus ojos morenos mirándola con candor, cuando ella, en una arranque de pasión impetuosa de tarambana insolvente, se quitó la ropa para que le hiciera “lo que la primavera le hace a los duraznos”, dejando sus vergonzosos pedúnculos expuestos a esa contemplación rellena de asombro, de la cual nunca supo, si era de lujuria o simple alelamiento, ante aquel ataque realizado sin aviso y sin pausa, en la oficina del inspector general, y a la reacción espontánea con la cual, él, había huido dejándola desértica, anhelante de sus caricias de almizcle con las cuales soñaba por las noches adolescentes que auroreaban entre sus sabanas de Winnie de Pooh que mamaíta Leonor se negaba a cambiar, enceguecida ante la idea que su niñita dejara de ser la tierna infanta a la que ella acunaba desde siempre, mientras ella, descubría los pantanos de placer en los que podía sumergirse al explorar su entrepierna.

Siempre, desde que se instaló, a la muerte de mamaita Leonor, en el edificio de enfrente al que él vivía, para espiarlo como loba sedienta y celosa, y conocer cada una de sus rutinas domésticas, para empaparse aunque fuera en la lejanía de esa compañía que anhelaba como un obsesa que cuenta las baldosas, más para tranquilizar los oscuros pensamientos que le atormentan, que para saber cuantas quedan para llegar a una casa que no le pertenece, porque está habitada de los fantasmas de un pasado que se quedó prendido a la alucinación de esos ojos renegridos y a los que no había podido jamás acceder. Y los suyos, que se marchitaban tras el telescopio, que ha comprado, para escudriñar la vida que él compartía sin ella, a destajo y a despilfarro, con cuanto extraño y extraña entraba en ese templo, al que ella solía ir cuando él se marchaba, limpiando las profanadas sábanas, y sumergiéndose en el olor a incienso y pachuli de su suéter y, langüeteando los vasos y las cucharas por las cuales él había pasado esa misma lengua blasfema que ella había atisbado hundiéndose en las concavidades de otras, con afán desángrante, para concederles el placer que a ella no le había dado, pero que soñaba, autocomplaciéndose en esa mirada lasciva con la que lo contemplaba satisfacer sus necesidades de macho joven.

Nunca, con el orgullo que se le había aparecido la tarde en la cual él la rechazó, modoso y gentil, a pesar del cuerpo virgen que ella le regalaba para su total complacencia, cuando aún no cumplía quince. Y esa vergüenza amarillenta que la había cubierto, cuando él, con la misma parsimoniosidad la arropó con una sábana llena de figuras infantiles. Con la misma vergüenza se lanzó a la calle a olvidar entre borrachos y drogos esa pasión que le corroía la médula, ensartándose ante cuanta verga pudo erectar, sólo por el displacer de no sentirse rechazada por esos ojos tostados que siempre y nunca estarían en su vida.

TU FOTO.

Es la foto más importante de mi álbum. La mayoría de la gente no la entiende, lo que pasa es que las personas no entienden el alma. Todos quieren ver un hermoso paisaje en el cual se le diga, “mira, allá al lado del obelisco, soy yo”. Eso ha pasado con todas las fotos, ahí estoy yo, en la librería de Santa Fe al lado de los libros, mostrando el café, caminando por Corrientes, en Palermo tomando cerveza, en Mataderos bailando Chamame, en Maderos comiendo una Pizza auténticamente porteña. Ven la sonrisa que se me aparece en cada una. Pero ésta, ésta no la entienden, porque ésta muestra tu ausencia, tu falta, en esta foto no estás tú, está tu vacio, ese vacío de miel y café, mesclado con croissant de chocolate, que me dejaste cuando te marchaste. La luz amarilla que se refleja tras el ventanal es tu aureola burlona, que me dice estoy y no estoy, y la sombra oscura que aparece más allá es la pena que cargas de no encontrarte, de no saberte. El espacio blanco, y dicen que el blanco y el negro no existen, es la huida que haces todas las mañanas cuando te atisbas en el espejo y decides que hoy tampoco estarás ni para mí, ni para ti, porque es más fácil no ser, como el blanco o el negro, pero tú decidiste ser blanco, porque el negro no te queda y te resalta esa tristeza que se te asoma como trigales amarillos en otoño. Y ese verde de la esquina derecha es tu esperanza, ese granito de esperanza con la cual caminas por el mundo, pensando que un día las luces de bengala aparecerán y entonces podrás detener tu marcha y descansar en los brazos del amor, ese amor que se te ha escurrido entre los dedos como agua tibia, justo en el momento que pensabas atraparlo, pero no te has dado cuenta que el amor no se atrapa, menos cuando su vacio nace de esa falta primigenia existencial de haber nacido de mujer y de esa teta que no se recuperará porque no se tuvo. Y el azul de abajo es la luz que alumbra tu camino, porque si no tuvieras esa luz tropezarías cada día y mis brazos no estarían para acariciarte, porque los has desechado pensando que en algún espacio hay unos mejores que los míos. Los míos que se extendieron como alas para cuidar tu camino y que se quedaron con ese sabor natroso de ausencia y abandono. Más atrás del verde y cerca del azul, aparece el rojo de tu pasión, esa pasión que aún te alimenta el corazón y con la cual te sentiste en derecho de despreciarme, porque claro, yo sobrepasaba los años de tu ardor, y sentenciaste que mis amores no alcanzarían para apagar ese rojo de lava y copihues que se te aparece en el bajo vientre en las auroras primaverales. Y esa mancha indeleble que está entre la luz amarilla y el blanco es mi amor que te cuida, más allá de la soberbia de tu juventud, porque junto a ella hay un marrón que muestra tu futuro herido, y en ese futuro, mi amor estará acariciando tus heridas.

TUS MANOS.

Sólo la necesidad rústica de sentir tus manos de obrero arrepentido, me hicieron de nuevo, como todos los jueves, llamar. Esa necesidad imperiosa que se me aparece como estallido de escarlatina los miércoles por la tarde, y que al anochecer se ha convertido en un delirio tan dulceamargo, que sólo puedo acallar tomando el teléfono para rogarte que vengas con tus manos proletarias a amortiguar las fiebres obsesas que me bajan de los pulmones al coxis y no me permiten pensar más que en el ardor, que producen tus manos, cuando se posan como mariposas primaverales sobre mis pechos nostálgicos de amamantar. Y como todos los jueves, te hiciste de rogar, me humillaste en la desidia del “no sé” o del “tal vez”, o del “creo que no” indefiniciones precisas, que manejas como un experto artesano del sadismo, hasta escuchar mi lamento rogativo de llorona de funeral, porque tú sabes perfectamente que de no venir, la vida se me detendrá de jueves a jueves y que la terciana semanal no me permitirá vivir más que pendiente del sueño de tus manos posesas de la satisfacción de mi necesidad, usufructo tuyo, polichinela de un titiritero refinado.
Y te reías al otro lado del teléfono, demorando el sí, para que subiera la fiebre del deseo que me producen tus manos, y esa noche te negaste irrevocablemente, dejándome en una oceanada de ira y llanto que no se me acallo hasta la madrugada, cuando llamaste para decirme que habías decidido venir, sólo por no dejarme en el hueco de la nada durante la semana y no porque tus manos necesitaran de mis pechos. Entonces supe, que la única forma de acabar con este entelequia era desprendiéndome de tus manos labriegas, de no existir ellas, yo quedaría libre de las llamadas, del llanto y de la humillación. Por eso, esa noche te eché en el vino unos polvos que me habían dado para dormir en el consultorio, y luego que tus manos aradoras habían sembrado cada uno de mis surcos derramando la ambrosia de mi vientre, esperé tranquilamente que el sueño te tomara en sus brazos acariciadores, y con la misma sierra que cortaba la leña, corte tus manos, guardándolas sumergidas en vinagre, dentro de la alacena.

ISABELLA

Había levantarse temprano, eso no era un problema. No podía entender a las personas que se quedaban eternamente pegadas a las sábanas, menos aún si no había una mujer a la cual abrazar.

Cuando Isabella se encontraba a su lado salir de la cama era un suplicio, cómo dejar de acariciar su suave piel, cómo no extasiarse con el olor a almizcle, canela y pimienta que salía de sus poros, luego de hacer el amor. Cómo no quedarse enredado entre sus piernas. Pero, Isabella se marchó una fría tarde de invierno. Un invierno que no se fue más. Lo único que jamás lo abandonó.

Era principios de septiembre, el tiempo allá afuera comenzaba a mejorar, los días eran más calidos, pero él no dejaba de necesitar las dos camisetas de algodón, los calzoncillos largos, los calcetines de lana y el chaleco de cachemira. Olfateó las camisetas y decidió que era día de lavado, tomó las prendas esparcidas por la habitación, y las puso a remojar en un tacho de plástico, que en algún tiempo había sido azul, pero al cual el exceso de sarro y tiempo le habían pasado la cuenta. Sí era día de lavado, buen momento para bañarse.

Cuando Isabella se marchó, él continuaba la rutina tal como cuando ella estaba. No la lloró, púes tenía la absoluta certeza de que regresaría. Durante un tiempo continúo su vida, luego comenzó a ducharse día por medio y a cambiarse ropa con la misma frecuencia. ¿Para qué bañarse sino había una mujer a la cual estrechar en los brazos? Al tiempo, decidió que para ahorrar era mejor realizar estas actividades con más distancia, así había llegado a la sana reflexión que mientras no hubiera olor, no había necesidad de estas acciones.

Luego de bañarse prolijamente, cortó las uñas de los pies y las manos, se afeitó con cuidado, eliminó los rebeldes pelillos que se asomaban por la nariz, despuntó la chasquilla y la parte posterior del pelo. Puso desodorante en sus axilas y se cubrió con la bata de casa. Al terminar con su liturgia de cuidado personal, prosiguió con el lavado de ropa. Una de las camisetas se le rasgó bajo los dedos, mientras la restregaba. Mal humorado, se detuvo a pensar si había hilo blanco en casa. El cuello de la camisa presentaba las marcas del tiempo, pero aún podría durar una temporada más. Al terminar de enjuagar, puso la ropa en la ventana para que los rayos de sol del exterior, ayudaran a secarla.

A la hora de almuerzo se preparó una sopa de fideos y, al querer ponerla en un plato se percató de que ya no había loza limpia, debía lavar la vajilla para poder tomar la sopa. Al terminar de almorzar, revisó si la ropa se había secado y al comprobar que aún estaba húmeda se sentó a leer una novela de Dumas. Cerca de las cinco tomó un té y recogió la ropa de la ventana. Cosió la camiseta, ocupando buena parte de lo que quedaba de luz en realizar esta labor.

Al oscurecer, estiró la ropa de la cama, “habrá que lavar las sábanas”, pensó y se acostó. Al otro día debía levantarse temprano.